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Ricardo Salgado ya fue sancionado

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Ricardo Salgado ya fue sancionado


Es una imagen difícil. Ricardo Salgado camina hacia el juzgado apoyado por su esposa. Está rodeado de micrófonos y periodistas. Se enfrenta a las consecuencias de sus acciones, muchos años después, incluso antes de que finalmente sea juzgado por ellas en los tribunales. En la imagen captada por el fotoperiodista de PÚBLICO Daniel Rocha, el hombre que llegó a ser el más poderoso del país está anciano, enfermo, sin “conciencia”, como lo describió su abogado. La relación de poder ha cambiado. El poder ahora está del otro lado, del perjudicado que protesta, cuya energía proviene de la revuelta y la ira acumuladas por años de espera y una pérdida sin fin a la vista. Y el poder ahora pertenece al Estado, que lo juzgará, después de haber sido engañado tantas y exuberantemente veces.

Antes de que la justicia siguiera su lento y absurdo rumbo hasta una posible sentencia y luego de que los supervisores ya lo condenaran, ese día, la mañana de este martes, Ricardo Salgado ya fue sancionado. Cruel, para algunos, justa porque inevitable, para otros, quizá insuficiente para la mayoría. Para el ex presidente del BES –que fue el pilar de un imperio financiero que dominó todos los ámbitos del poder en Portugal–, el castigo que más lo castiga fue el que se aplicó a su dignidad. La que el ex banquero quiso defender cuando se dirigió al Parlamento por primera vez tras la caída del Grupo de Espírito Santo. La dignidad que conservó y cultivó mientras dirigía su banco, desde su plataforma, por encima de todo y de todos, intocable, impenetrable, divinizado por los suyos, temido por muchos, respetado por todos.

Ricardo Salgado es físicamente frágil, moralmente derrotado, una figura disminuida frente a la creciente revuelta popular, como tan bien lo ilustra el encuadre de la imagen captada por PÚBLICO. Un hombre que ya no puede defenderse de las decenas de ataques que le han dirigido en los últimos diez años y que seguirán siéndolo, en una sucesión despiadada, en los próximos, largos y dolorosos, pero necesarios meses de juicio.

Ya no existe el hombre que dominaba el país, el hombre que se creía por encima de todos, que estaba feliz de ejercerlo en cada interacción, privada o pública. Ricardo Salgado logró, desde su oficina de la Avenida de Liberdade, en Lisboa, controlar la mayor empresa de telecomunicaciones del país, la mayor compañía eléctrica, un par de bancos más, la mayor constructora nacional, la mayor cementera, clubes de fútbol, un ciclo de gobierno, decenas de políticas públicas que lo favorecieron, supervisión bancaria y bursátil, se creó reglas, las violó, construyó grupos empresariales, compró decenas de profesionales, algunos de los mejores del país, controló grupos de medios de comunicaciónperiodistas, economistas, juristas. Pocos se atrevieron a cuestionarlo. Y pocos lo detuvieron. Muy pocos. Casi ninguno.

Ricardo Salgado no pidió ayuda al Estado cuando todos los demás bancos lo hicieron durante el período de asistencia financiera. Según él, BES podría seguir su camino sin ayuda. Una decisión con un dejo de arrogancia, pero sobre todo una afirmación de su poder, que lo situaba por encima de todos, incluso de las autoridades internacionales. Una negativa, sin embargo, que no fue más que el primer gran intento de encubrir la compleja trama que se estaba armando para ocultar un trágico problema que se cernía sobre ellos. Y esto ha desembocado ahora en el Campus de la Justicia. Aislado, apoyado sólo en su último reducto, Ricardo Salgado ya no puede prescindir de la ayuda del Estado que, como a cualquier ciudadano, le garantice un juicio justo y legal.

“El dinero es amoral”, dijo un día, en la cima de sus poderes. Estaba mal. El primer día de su juicio final, este error de percepción de la realidad ya le valió el mayor castigo que podría sufrir el hombre que llegó a ser el más poderoso del país. La pérdida de la dignidad.


Ricardo Salgado



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